Palabras para el 10: Marcelo Máximo (www.augol.com)

Posted by El último diez On 8/23/2011 11:55:00 p. m. 0 comentarios

Una nueva entrega de "Palabras para el 10", enfocada en el regreso de Juan Román Riquelme a la Selección Argentina. Hoy, un texto espectacular de Marcelo "El Negro" Máximo, de Augol. A disfrutar.

Riquelme volvió a la Selección. El pueblo está feliz.

Riquelme inventó a Román

El diez, ese del fútbol placentero y conceptual, regresa al seleccionado y se ilusiona con el Mundial de Brasil 2014. La historia romántica de un tipo que habla de ese último poeta del fútbol argentino y una estatua que cobra vida.  La mirada, en Augol.

La pelota ahí, y ese mundo de colores y corazones y multitudes bajo la suela. Pausa. Manos en la cintura, mirada hacia un punto perpetuo de una cancha infinita, elegancia y perfume de un talento gigante. Román inventa a Riquelme, dice que es un futbolista –así, como cualquier otro fulano- que sale a jugar por el goce y la sensualidad de un pase. Dice que Riquelme es feliz, y aunque la definición asoma sencilla y para algunos sin contenido, habla de riqueza espiritual y de regodeo. Insiste, Román. “El día que Riquelme no se divierta más jugando al fútbol, se va a tomar mates con la vieja”, repite, con naturalidad. La vieja, el mate, la pelota. Delicias. “Desde que terminó el Mundial de Alemania a mi mamá la internaron dos veces, y siempre tuve las cosas claras: la familia primero que el fútbol, se me hizo fácil tomar la decisión de renunciar a la Selección. No tengo derecho a hacerla sufrir. Es normal que se ponga triste si hablan mal de su hijo”.

Román dice que, para Riquelme, ese viaje y el sueño, supo ser una experiencia imborrable. Selecciones, culturas y soles de mundos por un balón. Redobla. “Le pido a la gente que me entienda, me duele en el alma no vestir esa camiseta, y siempre voy a hacer lo que sienta”. Román hace lo que Riquelme siente y, en este caso, entiende que a Riquelme no le place el escenario establecido en la relación costo-beneficio, con gente que lo señala por su cariz. “Zidane es el más grande jugador, y no se ríe”, dice Román sobre Riquelme y esa semblanza con la que se quedan los que reducen su mirada del mundo a un 14 pulgadas. Sin embargo, también encuentra su jolgorio en un juego con animaciones del Topo Gigio –en ese desafío al poder de turno y vigente y en la casa de la Bombonera- y hasta con, según dice Román, ese despertar de sueños que le genera a Riquelme un tal Clemente en el lateral izquierdo de su equipo.

Singular, y en tercera persona, su viaje en la nube celeste y blanca cruza, repentino, con un dios de la mitología potrera. Inentendible, el diálogo confuso –Román habla por Riquelme y Diego por Maradona- no puede, nunca, llegar a un punto de acuerdo. Cuatro tipos, dos personas. La convivencia no ingresa en el campo de lo posible. “No nos manejamos igual con el técnico de la Selección, y así no podemos trabajar juntos. Las cosas no están claras, me entero por televisión qué opina del estado físico de Riquelme y en qué posición quiere que juegue Riquelme. Es evidente que yo –Riquelme- no tengo los mismos códigos que él”. Román dice que Riquelme no encontrará, esta vez, ese espacio para los deseos genuinos del último diez.

Si el equipo juega mal, dice Román, es por culpa de Riquelme. Lo dice, porque sabe de esas bondades que sólo genera el artista y un fútbol con el que nos despertamos a la mañana en algún barrio. Firulete, tango y gol. “Para el Mundial de Brasil voy a tener 36 años, pero le hice una apuesta a mi hermano que a esa edad voy a llegar jugando, siendo feliz de hacerlo. El entrenador tiene buen material para armar un buen equipo, si me necesitan para las Eliminatorias iré encantado”. Román pone a punto a Riquelme, le dice que, esta vez y no otra vez, queda un asiento en este nuevo tren para ir a su lugar de origen, a ese congreso de filósofos de la lengua y de la pelota en Brasil. Porque, sueña Román, Riquelme persigue la luz de una estrella que no se apaga mientras su especie tenga cosas para contar dentro de un campo de juego. “Si en algún momento se me cruza la idea de ser técnico o poner una carnicería, es porque tengo que dejar de ser futbolista. Esto es lo que me gusta”, dice Román y se enciende Riquelme.

La pelota ahí, y ese mundo de colores y corazones y multitudes bajo la suela. Pausa. Manos en la cintura, mirada hacia un punto perpetuo de una cancha infinita, elegancia y perfume de un talento gigante. Román inventa a Riquelme en una escultura con vida propia. “No me ames a mí flaco, amá a tu novia. Yo sólo juego al fútbol”. Despersonalizar, jugar a ser un actor en su obra de teatro. Ese bronce de dos metros y pico de alto camina, despacito, y toma la pelota dentro del museo. Inmensa, la estatua se para frente a la barrera, hace un pocito en la baldosa del hall y mide su remate, impecable y con chanfle y mágico, para un tiro libre a lo Román.

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